Los últimos meses de
1940 y los primeros de 1941 no fueron gratos para nadie en Europa, y en
Bélgica menos todavía. De los holandeses, nadie hablaba. Sin duda iban a
ser incluidos en el complejo geográfico gran-alemán. El Gran Ducado de
Luxemburgo, con toda evidencia, también. En cuanto a los franceses, ya
estaban, bajo la mirada maliciosa de los ocupantes, devorándose entre
ellos con una febrilidad que hubiera sido mucho más eficaz en 1940, tras
un cañón antitanque. Un mes después de haber establecido las bases de
colaboración con Hitler, el mariscal Petain había lanzado por la borda a
su primer ministro, Pierre Laval, al que los alemanes no tenían
simpatía, hombre de uñas sucias, dientes amarillentos y pelo de cuervo,
cosas todas ellas que molestaban a Hitler, pero que al embajador Abetz,
muy en alza por entonces en Berchtesgaden, gustaba por su habilidad, su
campechanía, y su sentido muy auvernés del chalaneo y de la facultad de
adaptación. Laval, sarcástico, mordisqueando sus cigarrillos bajo sus
bigotes quemados, respondía al juego con su juego y trataba al mariscal
como un viejo uniforme de soldado licenciado.
En definitiva, se estaba
en pleno desbarajuste. Y así se seguiría hasta el último día. lo mismo
en Francia que fuera de Francia, en el castillo alemán de Sigmaringen,
en el que los "colaboracionistas" franceses se refugiarían, en las
sombras de los oscuros corredores de falso empaque feudal, poblados de
armaduras enormes y siniestras. Y quedábamos nosotros, los belgas, el
caso más complicado.